Los presocráticos basaron sus teorías en la
especulación sobre el principio material de la naturaleza. Entre ellos se
encuentran Tales de Mileto, Anaximandro, Anaxímenes, Pitágoras, Heráclito,
Parménides, Empédocles, Anaxágoras, Leucipo y Demócrito.
El nombre de presocráticos hace referencia a todos
aquellos pensadores que ejercieron su labor filosófica antes de Sócrates (desde
el año 624 a. C. hasta el siglo V a. C.). No obstante, esta cronología es
bastante artificial, ya que muchos de estos hombres fueron contemporáneos e
incluso sobrevivieron a Sócrates. Sin embargo, lo interesante de estos
pensadores griegos, que no se denominaban a sí mismos filósofos (a excepción de
Pitágoras) y que eran considerados magos, sabios, médicos, físicos, etc., estriba
en que con ellos se inaugura la filosofía como paradigma racional autónomo y
original, es decir, ocupan ese punto de bifurcación en el que se abrió paso un
nuevo camino, el logos, la razón, que terminó desalojando la
religión, el rito, el mito.
Es frecuente leer en muchos manuales de filosofía
que los presocráticos suponen el paso del mito al logos. Tal interpretación,
sin embargo, no está exenta de prejuicios y malentendidos, provenientes de una
cierta manera de observar este fenómeno, manera heredada de la tradición
positivista, que entendió la historia humana como un proceso lineal y
ascendente de progreso en cuyo despliegue, el advenimiento y desarrollo de la
razón positiva, científica y neutral implicaba un menoscabo, paulatino
retroceso del pensamiento mítico y religioso.
Ni que decir tiene que, bajo esta hipótesis, el
positivista se coloca en la posición privilegiada del que ostenta la victoria y
desde esta superior jerarquía lanza su mirada estimativa con la que enjuicia y
valora el «imperfecto» pasado. Friedrich Nietzshe y Giorgio Colli denunciaron
esta postura, considerándola como premeditadamente falsa. La interpretación del
nacimiento de la filosofía (y de los filósofos presocráticos) como el «paso del
mito al logos», el tránsito de una sin-razón a una Razón plena. Para Nietzsche
es precisamente la razón teórica que inauguran los presocráticos la que supone
un giro decisivamente perverso y falsificador de la cultura. La historia de la
filosofía es la historia de una decadencia, de un resentimiento.
Ahora bien, la escisión entre lo profano (razón,
filosofía, ciencia) y lo sagrado creencia, mito, religión) no es tan evidente.
El arte adivinatorio ha utilizado siempre Logoi, razones o mensajes
divinos que debían ser astutamente interpretados. La pitonisa era una
hermeneuta y su mántica (éxtasis, delirio, locura sagrada) degeneró en una
razón dialéctica o discursiva que hundía sus raíces en el asombro, en el
enigma. Y el primer enigma que sorprende al hombre es la physis, la
naturaleza, torrente de todo brotar y surgir que ha de ser interpretado y
conocido para ser dominado. El conocimiento, como la mántica, implica una
«anticipación», una previsión de futuro que sólo se puede dar si se conocen las
reglas, los principios que rigen (mandan) el aparente caos del acontecer. La
pregunta por el principio de todas las cosas, por el arjé de la physis,
caracteriza a los filósofos presocráticos. que respondieron a ella de muy
diversas maneras.
Una primera respuesta la
encontramos en Tales de Mileto (h. 624 a. C.-h. 546 a. C.), para el cual el principio
o arjé era el agua, afirmación que se fundamentaba en la observación de
que todo cuerpo, alimento ó germen poseía la cualidad de lo húmedo, siendo el
agua su principio rector. Lo importante de dicha afirmación no estriba en la
elección del principio, sino en la afirmación de la necesidad de la
existencia de éste para explicar ¡a multiplicidad empírica y en que la arjé
se formula fuera de todo contenido religioso. Si Tales es el primer filósofo,
la filosofía surge como una explicación genealógica de lo real, de la physis,
como generalización de la ley universal de todo acontecer.
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El segundo presocrático del que
tenemos noticia fue Anaximandro (610 a. C.545 a. C.), autor del más antiguo
texto filosófico conocido, que dice así: «De donde las cosas tienen origen,
hacia allí tiene lugar también su perecer, según la necesidad; pues dan
justicia y pago unas a otras de la injusticia según el orden del tiempo». La
naturaleza se concibe como retribución, como justicia (diké) cuya ley
es la necesidad. Toda la multiplicidad (determinada) de seres surge de un
principio que ya no es un «elemento físico», sino un preelemento indefinido e
indeterminado: el apeiron (de péras, límite, determinación). El apeiron
es la génesis y principio de los seres, por lo que ello mismo evade y
rehuye toda determinación. La arjé de toda determinación no puede ser
ella misma determinación alguna, y de ella brota el conflicto de la
generación de los seres, como una segregación de parejas de contrarios que
han de ser «devueltos» (según justicia) a lo indeterminado siguiendo la ley
de la necesidad. Lo interesante del pensamiento de Anaximandro es la negación
de toda evidencia empírica. El apeiron es un principio abstracto,
hipotético, que contradice toda experiencia sensible.
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Para Anaxímenes de Mileto (h.
582 a. C.-524 a. C.), la arjé o principio creador de todas las cosas
es el aire, que por condensación y enrarecimiento, en ciclos infinitamente
repetidos, origina todos los seres y sus diferencias cualitativas. Aire es
también el alma (psiché), soplo o aliento divino similar al aire que nos rodea.
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Heráclito de Éfeso (h. 544 a. C.-480 a. C.) fue el
último de los presocráticos que vivió en Jonia. Familiarizado con los cultos
mistéricos (Deméter), su escritura es premeditadamente enigmática, de igual
manera que el logos mántico lo es, motivo por el cual se le dio el
sobrenombre de «el Oscuro». Afirmó que el origen de todas las cosas es la
guerra, la lucha y oposición de contrarios de la que surge la armonía, según
una inexorable ley que remite a una unidad oculta: el logos, el fuego
eterno que «se enciende según medida y se apaga según medida». Todas las cosas
están sujetas a un devenir perpetuo donde todo fluye y nada permanece, y donde
el nacer o perecer de un ser implica necesariamente el nacer o perecer de su
contrario. La naturaleza es conflicto, lucha de presencias y ocültamientos:
«Nos bañamos y no nos bañamos en el mismo río; somos y no somos».
A la figura de Heráclito se le suele contraponerla
de Parménides de Elea (finales del siglo VI a. C.), el cual niega todo devenir
como pura apariencia de ser. El mundo fenoménico, del cambio, es un engaño de
los sentidos, mera apariencia. Todo pensar se encuentra siempre en la
encrucijada de dos caminos: el primero es el camino del uno, «que es y que no
es no-ser». El segundo es el del «que no es y que no-ser es necesario». Es
decir, la diosa le muestra los dos caminos, pero éstos no manifiestan lo que
hay, sino que establecen la legitimidad que nos permitirá decir y pensar el ser
de lo que es: el ser es eterno, infinito, continuo, único e inmóvil. El
conocimiento del ser se opone a la doxa, opinión, las cosas sensibles
que son pura apariencia de ser, el camino equivocado.
Pitágoras de Samos (h. 580 a.
C.-500 a. C.), huyendo de la tiranía de Polícrates, se instaló en Crotona,
donde fundó una comunidad de discípulos unidos por un estilo de vida y una
normatividad comunes, una especie de asociación religiosa que perseguía la
purificación (katarsis) del alma de las pasiones del cuerpo y su
«salvación» a través de ciertas prácticas ascéticas que no debían ser
reveladas a nadie ajeno a la comunidad. Pitágoras consideró que el alma era
inmortal, «del linaje de los dioses», cuya unión con el cuerpo significaba un
hundimiento, una «prueba» que ésta debía sufrir antes de su definitiva
liberación (o hundimiento) de los ciclos de las reencarnaciones.
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Muy importante fue su doctrina
del número, según la cual, éste es concebido como la arjé o principio
de todo lo presente y de todo lo pensable. Pero el numero ha de entenderse
cualitativamente y como determinación ontológica, no cuantitativamente.
Dentro de esta doctrina, los pitagóricos le concedieron especial importancia
al tetraktys, es decir, a la serie numérica 1 +2 + 3 +4, cuya suma es
igual a 10 (década), igual que son diez los principios de los opuestos e
incluso los cuerpos celestes: nueve• visibles y una ariti-Tierra añadida
(Antikton). El movimiento de los planetas y las estrellas produce una música
celestial (armonía de las esferas) inaudible a los hombres pues es el
silencio que acoge y en el que tiene lugar todo sonido.
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Entre los últimos presocráticos debemos mencionar a
Jenófanes de Colofón (h. 570 a. C.-470 a. C.), que defendió la tesis de un sólo
Dios. «el mayor entre los dioses y los hombres, en nada semejante a los
mortales, ni en la figura ni en el pensamiento». De su poema De la naturaleza
de las cosas sólo se conservan algunos versos.
También habría que mencionar a Empédocles de
Agrigento (h. 490 a. C.-h. 430 a. C.), mago, profeta y adivino que estableció
la teoría de los cuatro elementos (fuego, aire, tierra y agua) como principios
genéticos y rectores del cosmos, elementos que se combinan como resultado de un
equilibrio entre el amor (atracción) y el odio (repulsión).
De suma importancia son también Demócrito de Abdera
(h. 460 a. C.-370 a. C.) y Leúcipo (h. 460 a. C.-h. 370 a. C.), que
desarrollaron la teoría del atomismo, según el cual el mundo está compuesto (arjé)
exclusivamente de átomos en movimiento en un espacio vacío, explicación que ha
venido a denominarse mecanicismo y que será desarrollada en siglos posteriores
por pensadores como Descartes o Hobbes. Estos átomos son eternos,
distinguiéndose únicamente por su distinta figura, posición y orden. De los
movimientos azarosos de los átomos en el espacio vacío, surgen «vórtices» O
torbellinos que originan infinitos mundos, uno de los cuales habitamos nosotros
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